El aprendiz
Por Virgilio López Azuán
Como me sugirió el maestro, me estiré el dedo índice. Pero
nada pasó. Lo más natural en situaciones como esas era que el dedo se alargara.
Más de cien personas realizaban el mismo ritual y tenían sus dedos largos como
si fueran elásticos. No era para menos,
estaban gozosos, felices de haber entrado en ese mundo. Sin embargo a mí me dolía el dedo de
tanto halarlo.
Ahora es todo lo contrario, más de cien personas trataban de
halarse el dedo y no lograban nada. Estaban muy molestos y pensaron que el
maestro los había engañado. Al verlos, la curiosidad me invadió, y sin
pensarlo, agarré mi dedo, y comencé a estirarlo. Inicié con muchas dudas, pero
el dedo fue cediendo. Encendí mis alegrías y enseguida se apagaron, porque con
emoción, me di un tirón tan grande que el dedo se hizo largamente desproporcionado.
Ahora lo arrastro y la gente me mira con
asombro.
Agarro mi dedo y me lo lanzo al cuello como si fuera una
bufanda, pero he descubierto que sigue creciendo. Me apresuro y voy en busca del
maestro que no aparece por ninguna parte. Lo encontré, con su barba blanca y
lacia, absorbía unos vapores de flores perfumadas. Le fui a pedir explicaciones, pero el dedo
había adquirido su normalidad. Me quedé callado. En cambio, él me dijo que era
la quinta vez que yo había ido a ese lugar a preguntarle sobre el mismo dedo.
Yo no recordaba ni una de ellas. Me explicó que eran muchas veces, la quinta
vez que había pasado por allá, y él me decía lo mismo.
Ahora es que lo advierto, el maestro está más joven, las
barbas son más copiosas y presentan menos canas. La calva la tenía menos
pronunciada. Por mi parte yo estaba más viejo, me abatía el dolor de caderas y
las manos me temblaban. Quise decirle algo, levanté la mirada y ya el maestro
no estaba. En mi entorno más de cien niños halaban sus dedos como si jugaran.
Yo me reconocí niño, sin dolores en las caderas y muy tranquilas mis pequeñas
manos.
Hubo mucha alegría el aquel holgorio. Estábamos felices
hasta que apareció el maestro que se arrastraba moribundo. Todos los niños
callamos y a poco nos reconocimos ya grandes. El silencio se hizo largo y la
bruma apareció por la magia. A todos nos creció el dedo índice hacia el cielo y
el maestro poco a poco se fue desvaneciendo.
A todos nos tocó cargar un niño y caminando en fila, por la espesa noche,
también nos fuimos desvaneciendo.
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