Por Virgilio
López Azuán
En la mañana
estábamos en los funerales de ex Síndico de Azua Freddy Pérez. Pero la vida
seguía como siempre, en su derrotero. Ya en la tarde en playa Monte Río. Tenía
mucho que no iba a la playa por la tarde. Algo pasó que sin planificarlo tomé
esa carretera. Al llegar a la curva vi que estaba muy avanzada la construcción
de un elevado para la nueva carretera de circunvalación de Azua. Me deslizo en
la yipeta como le dicen al vehículo en que ando. Miro a la derecha y atravieso
los espinos con mi haz de ojos furtivos.
Miro hacia la
izquierda, otros espinos: matorrales y bayahondas; cactus y guasábaras
presentidas. Sé que a la derecha aparecerá el camino por donde entra Eddy Noboa
al conuco con su vieja guagua. Sé también que he dejado atrás el lugar donde salía
el fantasma de una muchacha que pedía “bolas”
a los vehículos de los visitantes
nocturnos de la playa. Ya me contaron que un hombre del Pueblo Abajo la montó
en la parte trasera. Cuando miró ya no estaba la muchacha. Se le engrifaron los
pelos, aceleró el vehículo y fue a parar a su casa delirante en fiebre. Escuché
de ella por el noticiario de televisión cuando dijeron que ese misto corre de
boca en boca. No fue que me equivoqué, ni que comí espaguetis, fue “misto” que
dijeron en la TV, no mito, como debe ser.
Miren que cosa,
comencé narrando un momento triste y ya se me dispararon los cables. Miren como
vuela el pensamiento, un funeral, los espinos, el camino al conuco de Eddy
Noboa, el fantasma de la muchacha que sale, los pelos que se engrifan y por
último el “misto”.
De lo triste a
lo misterioso; del miedo a lo jocoso de la palabra “misto”. Esto es complicado…
Pero sigo mi camino, algo me lleva a la playa de Monte Río: Carretera buena,
tendido eléctrico nuevo y… ya estoy en el badén, por donde el río se mete por
abajo. Crucé y un recuerdo de viejos cocoteros me hizo detener un poco la
marcha, mientras presentía el fondo gris azul del mar. Arriba en el promontorio,
la vieja casa de Bambo Cabral; abajo, arboles crecidos en las ruinas de un
antiguo bar, que si mi recuerdo no se ahogó en las aguas que afloran en la boca
del río Vía, era propiedad de Eddy Noboa, por cierto.
Tengo la sensación
de que alguna vez entré a ese bar o por lo menos lo vi desde afuera. Seguí la
marcha. Ya la tarde se hacía algo gris. ¡Caramba, las casitas de Freddy Pérez!
Me asaltó esa frase. Al medio día fue sepultado y esas casitas estaban allí una
al lado de la otra. Aquellas que contaron historias del pueblo, de amor y pasiones
fugitivas. Allí estaban esas casitas, abandonadas frente al mar, hablando con
sus paredes en salitre de otra Azua que se fue pero sueña con renacer en cada
ola del mar.
Al bar Rancho La
Rueda fui muchas veces, bebía nada, sí bailaba. Un poeta que no beba ¿de dónde
saca la inspiración? decían los amigos de mi papá en medio de volutas de humo y
alcohol. Verdad, no bebía, pero bailaba en Rancho La Rueda. Me gustaban esas
ruedas grandes que a veces confundía con los timones de los barcos; esas
caracolas dispuestas entre flores, esos motivos marineros, de peces pintados,
imaginados algunos talvez. Esas piedras
del mar y esas matas de uva playa que sombreaban la tierra y las cuevitas por
donde salían de vez en cuando los cangrejos.
Sí, Rancho La
Rueda, era también propiedad de Freddy Pérez que se llevó el azul de las aguas
del mar en sus ojos porque no podía hacerlo de otra manera.
Seguí lentamente
y me estacioné cerca del antiguo bar del Chino Prieto, porque todavía la gente
dice: el bar de Chino Prieto. Fue en ese instante que miré al otro lado. Suponía una tarde tranquila. Pero me llevé
tremendo susto, ¡Me habían robado el mar! Un enjambre autos parqueados a la
orilla de la playa, me hurtó la mirada y se tragó el paisaje del agua y
horizonte que esperaba. Aunque había mucha gente, por primera vez escuché muy
poco los ruidos de las bocinas de los autos, los reguetoneros y dembouseros;
los merengueros y los raperos. No sé si fue coincidencia, misterio o era porque Freddy había muerto. Pero las
bocinas estaban bajas.
Me escabullí
como pude, crucé los autos y allí estaba el mar. Sí, mi mar de Monte Río. Ese
mismo mar que suena en marullos nocturnos en la casa de Chito Naut, que choca
sus olas en los arrecifes de mi sueño primero.
¡Ya rescaté el mar! Dije. Pero solo fue una ilusión. Todo pasó como
relámpago quebrado sobre una nostalgia provinciana.
Esa playa Monte
Río azotada por las tormentas pensé que no resucitaría jamás de los últimos destrozos.
Pero vi desfilar equipos pesados, palas mecánicas, camiones de lodo y
después..., mejoró considerablemente. Pero al mar le dio rabia y se alejó más
de cincuenta metros. Recuerdo que estuvo cerquita del bar de Michenche y dije:
“un día de esto arrastrará a las sillas y las mesas rojas y verdes, y el
tradicional culto a San Miguel Arcángel, habrá que hacerlo en la colina después de
calentar los palos, darse los tragos de ron y hacer bajar los misterios”.
Y no me olvidaré
de aquellos personajes “Monterrío” y “Mantoquequere”, donde quiera que estén.
De los pescadores echando sus yolas y sus trasmallos; de tío David López,
Palito, Héctor Pérez, Ramón y Alcántara el de la Malaria en el Hospital Simón
Estriddels. No olvidaré las tiradas de anzuelos por las noches, terciados
algunas veces con botellas de café y la esperanza de que pique un bendito pez.
¡Cóntrale!
Disculpen, me he ido lejos. Pero no puedo dejar de mencionar los seres que se
han ido, también son parte de la playa. Ellos son los “Ángeles del mar”, los
ahogados, los que provocan lágrimas en los recuerdos de sus familias y sus
amigos; lagrimas que se convierten en peces fosforescentes por las noches y
nadan sobre la superficie de las aguas para que las almas no se sientan solas.
La gente siempre
va, la gente se congrega en Semana Santa y otros días, convidada por los
andamios de la música de ahora con la lírica de dos palabra repetidas “cuchumil”
veces, ra, pa, pa, que es otra forma de mostrar a una clase oprimida buscando
redención. ¡Para donde coge la gente en Azua! Allá a lo lejos veo a Mirto con su
carrito atendiendo a don Ricardo, de aquel lado un perro tratando de tapar sus
excrementos, acá una niña que me pregunta “señor dónde hay un baño para hacer
pipí”.
Mi gente no
respeta, nadie quiere aportar nada. Perdón, algunos si lo hacen. Vi resucitar
varias veces el restaurant Rancho La Rueda, al último fue al amigo Teo que con
sus ojos brotados de esperanza lo vio desfallecer. A Teo también lo vi
rehabilitando otro negocito como quijote subido en un segundo nivel, mirando el
mar sobre las viejas palmas de la enramada de Monga. También Willy, Chito, José Luis con proyecto de Villa Monte Río, la
alcaldía con más intenciones que recursos de los que dispone. Ellos se resisten a ver morir la playa, ellos
les dan respiración boca a boca a esa playa. Porque ya no es la misma de hace
tiempo talvez, cuando venían guaguas de estudiantes en giras, algunos turistas
y vecinos.
Mi playa
languidece. No se descarta que la gente lave los autos con las olas. Tampoco
que los motoristas se metan entre las piernas de los niños para romper sus
huesos de palito de coco. A los autos les saldrán cuatro patas y pasearán sobre
la arena y las gravas; sacarán a la gente y sus dueños lanzarán carcajadas de
burlas sobre el paisaje.
Hace poco me
echaron del parque, hoy me echaron de la playa. Me echaron de la playa los
olvidos, la desidia de la gente, la apatía de muchos, la basura, la tarde gris,
la esperanza quebrada en los negocios, el río casi muerto.
No me echaron
las olas que por las noches dibujan la luna, ni el romance de una sirena con
los piratas del caribe; ni tampoco los tiernos fantasmas de pulpos gigantes que
tocan arpegios debajo de las aguas, ni los peces brillantes de la tarde. No, esos no me echarán nunca. Ellos siempre
estarán allí vigilando la bahía, trayendo los motivos para que sintamos los
aplausos de la vida. Ellos estarán ahí, esperando que un baño de humanidad
limpie los rostros de las arenas, que escuchemos el diálogo de los cangrejos
porque vienen los truenos.
Ellos siempre
estarán allí, celosos de su mar y de su sol, celosos del paisaje y su montaña.
Ellos estarán allí, cuando Azua se levante a las seis de la mañana.
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