Por Virgilio López Azuán
27 de diciembre 2015. Desde la playa Monte
Río en Azua, me llamó por teléfono Luis Chito Naut y me dijo: Pasa por donde Triny que
te quiere entregar una cosa que se encontró en la playa. Es algo importante. Y le
pregunté ¿Pasó por su casa paterna, en la calle Bartolomé? Sí, ella está allá. Fin
de la llamada.
Al escuchar esas palabras del amigo un poco
después del mediodía me asaltó la imagen del pirata Cofresí que enterró tesoros en playas del Mar Caribe,
como decía la voz popular. Sin querer vi un bergantín con cañones en los
bandos, y al pirata alcanzando tierra con su monóculo. Se me enroscó como hiedra en el pensamiento
Francis Drake, los bucaneros, los filibusteros y todas las flotas que surcaban
los mares y los anchos océanos. Dije para mí, se encontró Triny el tesoro. A lo
mejor era el que el amigo José Luis quería encontrar... El mismo José Luis que
dijo que compraría un detector de metales, porque según la leyenda cerca de la
lagunita en Monte Río estaba ese cofre lleno con monedas de oro y otras
prendas.
Fue un pensamiento fugaz, y por demás
hilarante. ¡Qué tesoro ni tesoro! Salí del imaginario. Salí rápido porque tenía
la certeza de que había superado las creencias, las leyendas y los mitos que rondaban las callejas
de Azua en tiempos idos y tiempos presentes. Ja ja ja.
En Azua conozco una persona que cree
todavía que existe un tesoro escondido en playa Monte Río, lo mismo que el
caballo de la cuaresma, animal enjaezado con cadenas largas que salía por las
calles en las madrugadas y que no podía ser visto por persona alguna porque la
misma se caía muerta. Ese caballo de la cuaresma se murió el mismo día que le
pusieron luces a las calles como decía muy orondo un poeta maldito del barrio
la Placeta.
Bueno, salí corriendo para la casa donde
estaba María Trinidad Sánchez Sabater (Triny), poeta de la negritud, y me
mostró la imagen que acompaña a este escrito. Lo hizo con el entusiasmo de
haber encontrado un tesoro. Era un madero que había arrojado el mar y fue
encontrado en la playa Monte Río.
Vi un brillo intenso en los ojos de Triny,
me llevó donde estaba el madero en pleno sol porque lo había puesto a secar. Ya
lo mandé a “sopletear”, le sacaron el sucio a presión y te lo quiero dar para
que lo lleves a la universidad.
Mientras ella hablaba, yo estaba arrobado,
con los ojos puestos en el madero, buscando figuras y encontré imágenes pulidas
por el mar que hablan un lenguaje pasmosamente mítico: de unicornios y mantarrayas,
de caballitos y pulpos al ataque. Por eso comprendí la expresión en los ojos de
Triny. ¡Ella encontró un tesoro! Aquel que podía crear los paisajes de un
submundo marino para explotar la imaginación. Ella también creó sus mundos, su
propia elocuencia mientras descubría los misterios del madero, sin saber que
los misterios estaban también en ella misma. Sin dudas es cosa de azuanos,
cosas de poetas locos, como dicen los demás.
Yo me lo llevo. Le dije. Solo falta que lo
curemos, le demos un retoque con lija sin alterar su armonía original y luego
le apliquemos cierto tipo de barniz para luego exhibirlo, como un acto de
creación de la naturaleza. Le di
confianza a Triny con mi cándida manera de esconder lo inexperto que soy en la
materia.
Me entregó el madero, dos personas tuvimos
que cargarlo al vehículo, pesaba como el sol a una de la tarde. Al subirlo, y
sin que Triny lo advirtiera la miré de reojo. Encontré en su rostro una soledad
de olas blancas. En el fondo ella no quería que me llevara su tesoro.
Si, su tesoro. El regalo de la playa Monte
Río, que tenía una gran significación para ella, porque le revolaban los motivos
para forjar nuevas historias en la memoria. Historias de mundos, aquellos
inquietos mundos que salen en los poemas.
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