Por Virgilio López Azuán
No
hay que ser científico de la NASA, tener un doctorado en economía en Harvard, y
mucho menos tener las habilidades matemáticas de Nash, para colegir que el
problema de la delincuencia y las condiciones socioeconómicas de las personas
guardan una estrella relación, aunque lamentamos no poder decirles en qué
nivel. Tampoco hay que ser un genio para establecer que los rangos de
desigualdades entre sociedades e individuos son cada vez más grandes.
Hay
países y sociedades que han desarrollado altas tecnologías y altos grados de
producción; han asumido el liderazgo mundial, mientras otros afrontan
indicadores que los colocan en la categoría de “descolgados”.
Las riquezas humanas están secuestradas por corporaciones,
grupos y empresas multinacionales a escala global. El liberalismo económico,
maquillado por la tecnología, avasalla a las grandes mayorías, y oleadas de
hambres y enfermedades, diezman poblaciones humanas.
La carrera por la acumulación de capital ha
sobrepasado las expectativas, dejando montones de miserias. Ahora, tanto el capital como el conocimiento,
la información y la tecnología, son las grandes fuentes de poder. La vorágine
sigue, no importa que diezme la humanidad ni el medio ambiente, no importa la
debacle de las éticas, y nuevas líneas de pensamiento y razón se impongan en el mundo político,
económico y tecnológico en todo el planeta.
Se verifica un fenómeno tipo “embudo”, las grandes
mayorías desprovistas y muy pocos con riquezas excesivas. En los países como
República Dominicana, con indicadores socioeconómicos muy marcados
negativamente, donde la gran mayoría de los ciudadanos viven en la línea o por
debajo de la línea de la pobreza (línea definida por organismos
internacionales), no es sorprendente, como pasa en cualquier sociedad, que
existan niveles de delincuencia
acentuados. Además, que todo el peso de esa problemática recaiga sobre esos
sectores vulnerables antes referidos, cosa esta injusta y prejuiciosa.
Es cierto, los niveles de desempleo, salario, ingreso,
y las escasas fuentes productivas, desesperan al ciudadano en su lucha por la sobrevivencia. Esto dicho
anteriormente, ligado a una pobre educación, son caldos de cultivos que pueden alimentar
al acto delictivo.
Hoy se verifican crisis profundas, las iglesias han
perdido terreno en su doctrina social y espiritual, muchos núcleos familiares
colapsan diariamente, y la velocidad de los cambios en todas las escalas, deja
fuera de balance a importantes sectores de la población. Por suerte, existen
valores de la cultura que sostienen ideas y fortalezas en las sociedades que
están en plena batalla, luchando por sobrevivir y revalidarse.
La delincuencia no solo está presente en los sectores
víctimas de pobreza, sino que también se encuentra en núcleos de la mediana y
alta economía, en sectores de la mediana y alta política. Este mal es un
monstruo con mil cabezas que impacta negativamente en los sectores
desfavorecidos de la sociedad. Alimenta los males, corroe la dignidad humana y
empuja a los oprimidos a actuar dentro y fuera de la ley. Por ello no podemos
cargar toda la responsabilidad del flagelo a un sector por su condición de
vulnerabilidad.
La revisión profunda de la sociedad hay que tratarla
desde el fortalecimiento de sus instituciones, creando regímenes de
consecuencias y redistribuyendo mejor las riquezas que produce el país. Esas
son tareas del Estado que no esperan más. También, es tarea de los ciudadanos
participar en ese proceso, no asumir una posición existencialista y
paternalista que bloquee la insurgencia y las demandas. Tampoco dejarse llevar
por algunos miembros y organismos de la llamada sociedad civil que forman parte
de ese entramado, regularmente controlado y dirigido por el establishment
nacional e internacional.
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