Por Virgilio López Azuán
Todos los días las veo calle arriba y calle abajo, con una
prisa sensacional, dejan zumbando su silueta al doblar cada esquina. A veces no
las veo, porque las motocicletas se han convertido en pájaros veloces, incapaces
de frenar en el pavimento. Están por millares, parecen hormigas corredoras,
desbocadas hormigas sin control, llevándoselo todo.
Las motocicletas andan sin cascos protectores, no los
necesitan, son dueñas de las calles y las aceras. A veces, como si estuvieran
jugando, se les atraviesan a los autos, como si jugaran al desintegro, a la
muerte súbita. Las he visto con el juego que más le gusta, el de la Cieguita. Es
apasionante, se excitan a cruz de calle, aunque les sorprenda la cara de la
muerte. Donde más alardean las motocicletas es cuando echan las carreras en la
carretera, donde quiera que haya un largo trecho. Entre ellas apuestan dinero
aunque dejen las gomas en pavimento.
Nadie monta las motocicletas, o mejor dicho, sus pilotos son
invisibles criaturas imperceptibles. Como si no existieran. Por eso las veo
solas, cuando las palancas del encendido se mueven y los mufflers lanzan humo.
El sonido del arranque se escapa y de inmediato las gomas se mueven al momento
de accionar el acelerador. Les encanta la velocidad, competir unas con otras;
retar a las patanas, escabullirse entre los camiones y tanqueros, mofarse de
los autos prudentes.
Los ametses se han encariñado con ellas, las
dejan pasar los semáforos en rojo, quienes les hagan daño, pierden, las pagan muy caro. Las
motocicletas siempre ganan, aunque no tengan actas de nacimiento, digo,
matrículas; aunque los demás vehículos no sean culpables, las motocicletas ganan
y nadie puede reclamarles.
Ya lo dije, las motocicletas al caerse no se guayan las
rodillas ni se rompen los huesos. Son tan buenas, tan buenas,
que a lo mejor piensan que estoy mintiendo.
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