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lunes, 10 de octubre de 2016

Sátira a las motocicletas



Por Virgilio López Azuán
Todos los días las veo calle arriba y calle abajo, con una prisa sensacional, dejan zumbando su silueta al doblar cada esquina. A veces no las veo, porque las motocicletas se han convertido en pájaros veloces, incapaces de frenar en el pavimento. Están por millares, parecen hormigas corredoras, desbocadas hormigas sin control, llevándoselo todo.
Las motocicletas andan sin cascos protectores, no los necesitan, son dueñas de las calles y las aceras. A veces, como si estuvieran jugando, se les atraviesan a los autos, como si jugaran al desintegro, a la muerte súbita. Las he visto con el juego que más le gusta, el de la Cieguita. Es apasionante, se excitan a cruz de calle, aunque les sorprenda la cara de la muerte. Donde más alardean las motocicletas es cuando echan las carreras en la carretera, donde quiera que haya un largo trecho. Entre ellas apuestan dinero aunque dejen las gomas en pavimento.
Nadie monta las motocicletas, o mejor dicho, sus pilotos son invisibles criaturas imperceptibles. Como si no existieran. Por eso las veo solas, cuando las palancas del encendido se mueven y los mufflers lanzan humo. El sonido del arranque se escapa y de inmediato las gomas se mueven al momento de accionar el acelerador. Les encanta la velocidad, competir unas con otras; retar a las patanas, escabullirse entre los camiones y tanqueros, mofarse de los autos prudentes.
Los  ametses se han encariñado con ellas, las dejan pasar los semáforos en rojo, quienes les hagan daño, pierden, las pagan muy caro. Las motocicletas siempre ganan, aunque no tengan actas de nacimiento, digo, matrículas; aunque los demás vehículos no sean culpables, las motocicletas ganan y nadie puede reclamarles. 
Ya lo dije, las motocicletas al caerse no se guayan las rodillas ni se rompen los huesos. Son tan buenas, tan buenas, que a lo mejor piensan que estoy mintiendo.


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