Por
Virgilio López Azuán
La experiencia de leer a
Víctor Hugo en mi adolescencia, me hizo conocer tan temprano que existían las
dimensiones humanas, y a través de la vida, fui reafirmando y explorando en sus
vastedades. Nunca imaginé encontrarme con miserias y miserables, tan viscerales
como pasmosas. Tampoco soñé orillar mares de extrema humanidad donde las
palabras se convierten en cáscaras vacías para dar paso a seres en el mundo con
origen y posibilidad.
Tomo al inmenso poeta francés
Víctor Hugo, porque un poema suyo, desde mis quince años me aplastó, me pegó
tan fuerte a las paredes de la biblioteca del pueblo, que simplemente no he
podido olvidar aquel primer día de su lectura. “¡Oh,
Virgilio! / ¡Oh, poeta,
mi divino maestro! / Ven, salgamos
por fin de esta triste ciudad/ de clamores siniestros y tan vanos”. Vi mi nombre
escrito por Víctor Hugo, y para un imberbe provinciano, de un lugar anodino y
olvidado, (donde los autos eran metáforas que salían a las calles como
fantasmas desandados), era algo increíblemente halagador.
¡Claro! Víctor
Hugo se refería al maestro Publio Virgilio Marón, el genio de la Eneida. Por
eso, también busqué las obras del inmenso poeta romano. Y no saben ustedes qué
impacto el mío: leer la obra la Eneida, de Virgilio. Eso fue fundamental para
seguir leyendo, enamorándome de la literatura. Pero, lo que “le puso la tapa al
pomo” fue cuando leí La Divina Comedia de Dante y encontré al maestro guía
Virgilio como personaje fundamental de la obra. Comprendí que la vida, al menos
tenía sentido. Vislumbré caminos, calles y callejas, con alfombras de palabras
que se hicieron prosas y versos. Y anduve sobre ellas, ando sobre ellas,
auscultando dimensiones humanas, como aquel primer día en que Víctor Hugo y
Virgilio me señalaron el camino. Una fuerte experiencia en ese tiempo fue leer
la novela Los miserables de Víctor Hugo, (aún sin conocer los riesgos de la
traducción del francés), encontré unos valores en la obra como los de
compasión, la Fe, la solidaridad, el amor, el patriotismo y el perdón.
¿Cómo podía un “ratoncito de
biblioteca” como yo, entrar al mundo con esa responsabilidad, mientras me
azuzaba el libro “El hombre mediocre” de José Ingeniero que acaba de leer y me
había recomendado mi entrañable amigo Otto Oscar Milanese? ¿Cómo en un pueblo
pequeño, y sin horizonte aparente como el mío, al final de los años 70s, desbastado
por ciclones, podía uno cargar con el futuro y conservar los valores? Era
inimaginable. Ya el límite podía no extenderse más, no existían aparentemente
más prolongaciones ni más espacios habitables.
Llegó la estampida, desde antes la
ciudad se fue quedando sin rostros. Y muchos rostros no volvieron la vista
atrás. Confieso que seguí a Víctor Hugo sin obedecer el mandato de sus versos:
“Ven, salgamos por fin de esta triste
ciudad/ de clamores siniestros y tan vanos”, y empecé a forjar mi propia ciudad
estética, con barrios y callejas, con luces y sombras; con casas cuales
estalactitas, colgadas en los cielos de la imaginación, frente a la suprema
realidad.
Pero mucho después, en mis lecturas
filosóficas, encontré a Eugenio Trías (1942-2013) y a Edgar Morín (1921-?), que
respondieron a muchas de mis preguntas de entonces. Abordé la imagen y la
posibilidad del límite y la complejidad de humanos. Encontré el concepto de limes y de ciudad y tendí sus sábanas
sin dejar de cubrir las cordilleras. Sondeé lo bello y lo siniestro, la
minúscula partícula de mismidad. Encontré tantas miserias y tantas virtudes que
es mejor ni hablar. Y fue entonces que se abrió la “ciudad” y eso era lo más
importante. Era una “ciudad” esplendente con todo y sus emergencias para sacar
lo poético del mismísimo drama. Era mi “ciudad” la cual construía con sus
límites de infinitud, con el pasmo de su propia ontología. Y aquí estoy.
El concepto de “Ciudad poesía” que
hoy da nombre a un proyecto cultural, es un nombre para destacar la cantidad de
poetas o la “fábrica de poesías” que le atribuyen sus mentores a la ciudad. La
aprecio en otro sentido, como un espacio poético vs. prosaico. Es una zona neutral
entre todos los mundos. Es una metáfora que se hace sentimiento y razón, y a
veces se desvanece porque deja de rozar. Cada día ese espacio “ciudad” se
vuelve burbuja, chispa tecnológica y eco. Es el lugar donde viven los “locos de
la ciudad”, cada vez más olvidados y más incomprendidos. Esos mismos que crean
la ciudad real desde sus ventanas imaginarias, desde la poiesis y la estética; los que son capaces de tocar la razón
fronteriza de Trías.
Ante el minimalismo, lo peor de todo
es que ahora también se premian las miserias humanas, ahora el vuelco ha sido
siniestro. Las virtudes en mucha gente son las ropas que esconden perversidades
ancestrales. Y lo peor del caso es que
esas personas son los creíbles. Se ha cumplido el principio de que “lo bueno y
lo malo están tan unidos que a veces se confunden”. Mejor dicho, confluyen.
Andan por las calles los miserables
y las miserias. Suenan sus campanitas de solemnidad como los dueños del circo.
Pero más que una queja, (no me lo perdonaría José Ortega y Gasset), es una
imagen para despertar, no para quedarse dormidos con los brazos cruzados y ver
pasar los entierros.
Que el pueblo dominicano no sea la extensión para una
carretera prosaica de escaseces y cicateros. Qué los manipuladores con modernas
bajezas no nos atiborren. Por eso, me quedo con Virgilio, con su enseñanza de
los Círculos, y con Víctor Hugo, para no olvidar que existen las miserias y los
miserables.
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